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Entendamos, la vida has de ser transformada y todo girara en la voz de un hombre que sera catalogado como supremo
Fuente Literaria/ Relatos de Ciencia Ficción. / 53:4
Lo que quiero decir, perdónenme la emoción, es que la ciudad la hace la gente, y están las calles muertas. Esperando a los enamorados en los parques. A los ejércitos infantiles y a su griterío gozoso. A las abuelas en busca de sus comadres. A los que acuden al bar de la esquina como el que se encamina al Senado de la antigua Roma. A los que pasean sin más destino que el azar. A ustedes y a mí, amantes de la vida.
Nunca he visto a una ciudad tan sola y, así está Valencia. La luz de Valencia se desparrama para nadie. Todos nos encontramos huérfanos y entendemos que el mundo se nos ha ido, donde ya no puedo contemplar las bellezas de mis costas y Los Andes. Las olas llegan a las costas porteñas y nadie las recibe. Sigan ustedes la lista añadiendo todas nuestras ciudades, pueblos, aldeas.
Cada día que pasa, parece que nos va quedando más claro que un mundo se ha ido y que otro está germinando. Es el andar de un penitente, Será un cambio global, una metamorfosis a todos los efectos, un parto doloroso. Ojalá el mundo que llega sea mejor que el que se va. Ojalá el invierno que se está gestando bajo los balcones que aplauden traiga un fruto de esperanza. Para cuando podamos correr en busca de los versos de Neruda. "Y aquí estoy yo, brotado entre las ruinas".
Nos están satanizando para llevarnos al Valle de La Muerte, parece toda una historia de ficción, nuestros abuelos y muchos jóvenes se encuentran dándolo todo. En Valencia florece el azahar que añora a los penitentes.
Venid a ver correr la sangre por las calles, decía el verso de Neruda. Pues no. Sintiéndolo mucho, en estos momentos no debemos ni ir a ver a Neruda ni andar por la calle. Permanecen circulando tan sólo aquellos que se esfuerzan por mantener esto en pie. Los sanitarios, las fuerzas de seguridad, los que trabajan para que siga siendo posible bajar al supermercado, gente de labores de limpieza.
Llevo desde el Registro Civil, el nombre de mi abuelo, Sirvan estas líneas como homenaje a un hombre cuya discreción y firmeza en sus ideas nos quedan como legado imborrable, en la confianza de que, antes o después, su excelente proyecto vea la luz tal como lo imaginó., una vida es un alegato contra la dialéctica cainita de la memoria histórica
En Venezuela, la juventud ya ha creado el hábito de vivir parte del día en las redes, comprar todo por internet. Los adultos, unos más que otros, pero aún había mucha gente que nunca se atrevió a comprar on line. Amazón se metió en nuestras vidas, pero principalmente para compras de regalos o cachivaches para el hogar. Pero comprar ropa o comida, pocos adultos lo hacen.
Y esto nos permite reflexionar sobre la conducta del ser humano, su manera de relacionarse, de protegerse, de valorar lo que tiene y disfruta, de los espacios abiertos, del cielo o del tacto mar en los pies, de una caricia o unos besos sentidos, del abrazo amigo, de la electricidad que tanto se echa en falta con la pérdida del contacto de la piel, de las cosas pequeñas que realmente son las que importan, de todo aquello hermoso que convierten al ser en humano; perdido todo de un plumazo, arrebatado, el ejercicio de conciencia social es brutal y cambia por día, casi por horas.
La reacción social es el ejemplo más importante de estos primeros días de confinamiento y, confieso, no esperaba algo así, el pánico colectivo y el miedo nos hace mejores. Veremos por cuánto, pero hasta ahora nos recuerda que el ser humano es, por naturaleza, bueno, al menos en un porcentaje muy elevado y casi nos habíamos olvidado de ello porque la velocidad de este mundo global nos despista en lo esencial. De pronto aflora la solidaridad como cordón imaginario que une al humano en esta lucha por la supervivencia y nos damos cuenta que no sólo es importante protegerse a uno mismo, también a los que tenemos cerca. Descubrimos a vecinos que no sabíamos que existían. Dedicamos tiempo a la familia, a hablar, a hacer reír a los demás -meme: "Llevo toda la tarde charlando con mi mujer y, oye, qué simpática es...!-. Sacamos de cajones juegos de mesa o inventamos divertimentos que nos unen. Echamos el freno a la frenética vida que llevábamos y hacemos vida en el balcón. Medimos bien qué comer y paramos el consumismo compulsivo en el que estábamos sumergidos, tirando de armario y comprobando cuán profundo era. Descubrimos que el individualismo sirve de poco porque el mundo entero es importante para nuestra supervivencia. Volvemos a poner en su sitio el valor de las profesiones que desde principios de la historia del hombre han sido esenciales para mantenernos vivos: los sanitarios y los que trabajan en los servicios básicos necesarios para mantener nuestra vida. Más que nunca vemos el ingenio humano, el humor tan necesario en los momentos difíciles y la solidaridad hacia los más vulnerables.
Y, también, de pronto, necesitamos información veraz, esa que suministra el periodismo de rigor y no el de pandereta y son más necesarios que nunca los periodistas de raza, de contraste, los que entienden este noble y muchas veces denostado oficio desde la vocación de servicio y, claro, el virus contagia y deja al descubierto muy rápido al mentiroso y a su mentira porque la gente preocupada busca ansiosa la información buena. Y cuando buscas con interés, distingues fácil.
Este parón forzado en el modus vivendi y en el camino que, en especial desde este siglo, habíamos emprendido, también nos ha de hacer analizar hacia dónde íbamos. Venecia, por primera vez desde hace decenas de años, luce un agua cristalina, repleta de peces y la ciudad ha perdido ese olor a agua putrefacta que antes la invadía. Madrid, en sólo dos días de confinamiento, ha reducido su nivel de contaminación atmosférica en nada menos que un 35 por ciento. Son dos datos que no necesitan desarrollo alguno. Las olas de mar que descansan en nuestras costas porteñas son más cristalinas.
Sobre el origen circulan teorías, la del murciélago, la de la limpiadora china que rompió una probeta, la del ataque de Trump a China -competidor industrial y comercial-, la de algún poder económico malvado a lo James Bond, la del experimento-tipo para ver cómo se comporta la sociedad, la economía y los gobiernos ante un ataque viral o la de una eliminación de los sectores de población que no producen y cuestan dinero, provocado por poderes políticos y/o económicos; la de la prueba piloto de una guerra que ha cambiado las bombas por un virus que en este caso no es excesivamente letal, pero podría haberlo sido. Da igual el origen porque no sabremos la verdad real nunca y, lo cierto, es que al igual que el otoño pasado con los ataques masivos de piratas informáticos a administraciones públicas y empresas empezamos a tomar consciencia de lo que puede provocar un ataque por virus informático -el mundo inmerso en caos, porque todo está informatizado-, ahora tomamos consciencia de lo fácil que es morirnos por una pandemia. Y ello nos lleva a tener claro que las armas de las guerras, ya no del futuro, del presente, vendrán en formato virus, informáticos o infecciosos. Y ante eso hay que protegerse, tecnológica y sanitariamente, pero sobre todo socialmente.
Ésta será, sin duda, la guerra que hoy nos debe hacer cambiar, al menos en lo que depende de cada uno para el establecimiento de un nuevo orden social, más humano, más solidario, menos consumista, más respetuoso con el medio ambiente y con los demás. Tal vez cuando pase esto, que pasará porque nos extinguiríamos antes por idiotas tras una subida de colesterol en esta ingesta confinada y compulsiva de alimentos que de tos o fiebre vírica, analicemos el vuelo de este cisne negro que sobrevuela nuestras mentes y recuperemos valores perdidos, tomemos conciencia real de la necesidad de proteger a la especie de todo el mal que a diario se le hace y del cual, todos, somos conscientes. Si es así, el precio a pagar ahora, que será muy elevado en vidas y en vida, resultará barato.
La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar...", Albert Camus en La Peste.
Se han agotado las mascarillas. Pero no en China, en cualquier farmacia de pueblo venezolano. Es complicado incluso comprarlas por internet, en Amazón, donde ha multiplicado en todo caso su precio habitual por cincuenta. Y todo a pesar de que los médicos indican que usarlas en una zona de no contagio o por la calle o en el campo no sirve absolutamente para nada, pero la psicosis popular y las imágenes en televisión nos llevan a necesitar, y ya, cientos de ellas por si el virus inunda de pronto nuestro barrio. Puestos a ello, te las venden incluso serigrafiando tu cara: les mandas una foto y con ella las personalizan para que no pierdas estética y en la fina tela blanca aparezca la parte inferior de tu rostro, quién sabe si incluso con una sonrisa permanente al estilo del joker. Por supuesto que el virus chino es un regalo del cielo para los amantes del bulo, más si es en la red y viven de ello: el ajo no protege del contagio, los secadores no lo matan -mucho menos rociarte con orina infantil, puagg-, ni se trasmite vía picadura de mosquito; rociarte el cuerpo con alcohol o cloro no sirve para absolutamente nada ni está demostrado que las mascotas lo trasmitan y, el colmo, que la cocaína sea un remedio parece más bien idea del narcotráfico y de los adictos que, ya puestos, se pondrán a esnifar hasta las rayas de los pasos cebra con un tubo de escape de turulo. En fin.
Por no decir que cualquier tío tosiendo, más si estuvo de viaje alguna vez más allá de Despeñaperros, es sospechoso de estar infectado, en consecuencia, aislado en la plata X del hospital H y ocupando titulares en una prensa que bascula entre el sensacionalismo de narrar el contagio y la cautela de no generar pánico pandémico. La sociedad en general deja al descubierto sus debilidades cuando una crisis la azota, por pequeña que sea. Esta lo es, pero a pesar de ello estamos a un paso de inundar las grandes superficies para acumular alimentos por si la Guerra mundial Z llega y este virus convierte a la mitad de la población en zombies.
Chomsky, o la investigadora de Hong Kong, precisemos la verdad
Pero es gripe y forma parte de nuestro argot médico. El coronavirus es otra cosa, suena infinitamente peor, no le conocemos, no sabemos de dónde proviene, qué lo causa, cómo se contagia y, lo más trascendente, si solo forma parte de entornos subdesarrollados o si tendrá la osadía de atacar este nuestro mundo moderno; entrar en Italia ha sembrado en este sentido el pánico porque ahí todos hemos visto el riesgo de cerca y, de pronto, Tenerife, Sevilla, Cádiz... Mucho se dice y escribe sobre este brote pandémico, aunque de entrada y al margen de la cuestión médica y del contagio en sí llama la atención el comportamiento de la sociedad y de todos los elementos que la conforman ante una situación de crisis y que nos lleva, por momentos, al extremo del miedo. En los extremos anida el oportunismo y escasea la sensatez.
Mi abuelo, ya no puede pasearme por el malecón, debo viajar al futuro. Chomsky Noam dice que son los norteamericanos, mientras una científica de Hong Kong expresa que son los chinos.
“Escucha bien, mi viejo amigo. No sé si recordarás, aquellos tiempos ahora perdidos, por las calles de esta ciudad...". La Frontera, Diario de Ejido. Edo Mérida. Venezuela.
Hay generaciones míticas, como la de los niños de la guerra. Y ahora viene otra similar. Les doy una noticia positiva: pase lo que pase con el coronavirus, este año nacerán en el mundo muchos chavales. Eso dice la estadística; se han producido un crecimiento notable en los nacimientos desde la crisis de 2008.
Este año récord de bebés, Hay quien sostiene que el confinamiento puede tener un efecto baby boom. La experiencia de la crisis financiera orienta en sentido contrario: la natalidad bajó treinta puntos en una década. Estas coyunturas dramáticas provocan menos actividad, menos empleo y, ante la falta de expectativas económicas, también menos niños.
Eso sí, los que lleguen, vendrán con el pan debajo del brazo. Según el presidente de Venezuela y mando a todas las mujeres a tener bebés y buscar colchones. Es decir, serán un doble motivo de ilusión y esperanza en el futuro para padres, abuelos, familia, entorno. El presidente del Gobierno ha dicho que España vive la situación más grave desde la guerra civil. Y justamente las personas que corren más riesgo son los mayores de 80 años; o sea, los nacidos antes o durante la guerra del 36 al 39. Esos niños de la guerra han sido legendarios en este país, Venezuela; fueron capaces de nacer y sobrevivir en medio de aquella tragedia. Pero pueden caer en ésta. Morirá más gente de lo habitual por el Covid-19. Cuánta, depende de lo que tardemos en controlar la enfermedad.
Habrá menos matrimonios, porque se han suspendido los actos administrativos, pero los niños seguirán llegando puntualmente. Y con el tiempo la generación del 2020 se convertirá en mítica, como hemos visto siempre a los nacidos durante la guerra. Estos días miramos mucho el número de muertos. Es tal la obsesión por las cifras que nos sorprendemos cada vez que el fallecido es pariente, allegado o simple conocido, que sale de la estadística para traernos el luto a casa. Y el miedo y la ansiedad. La gente se muere en cantidad todos los años, sin pandemia. Según el INE, en 2018 fallecieron en España 425.000 personas y en Andalucía casi 73.000. Y en Venezuela, mucho más desde las guarimbas y los nuevos patrulleros.
Pero por un momento pongamos la atención en los setenta mil nuevos venezolanos que llenarán de alegría a esta sociedad abatida. En particular los que nazcan ahora, en julio, como Aureliano Buendía, que había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos, examinando el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Supervivientes. De la pandemia y hambruna.
Es posible que algún día un historiador publique un trabajo, sobre esta crisis, como Sonámbulos, el magnífico libro de Christopher Clark que describe el estado de ignorancia en las cancillerías europeas y latinas, en las semanas previas al inicio de la I Guerra Mundial. Tomar ahora el 8M- 2F como origen de la pandemia es un ejemplo de falacia retrospectiva o, más bien, de ideología disfrazada de empirismo. En la manifestación participaron todos los partidos, excepto Vente Venezuela y AD, naturalmente, mientras la portavoz popular se declaraba feminista amazona. Lo que da una idea de lo que preocupaba a los populares aquel día y ahora.
Es posible que algún día un historiador publique un trabajo, sobre esta crisis, como Sonámbulos, el magnífico libro de Christopher Clark que describe el estado de ignorancia en las cancillerías europeas en las semanas previas al inicio de la I Guerra Mundial. Tomar ahora el 8M- 2F como origen de la pandemia es un ejemplo de falacia retrospectiva o, más bien, de ideología disfrazada de empirismo. En la manifestación participaron todos los partidos, excepto Vente Venezuela y AD, naturalmente, mientras la portavoz popular se declaraba feminista amazona. Lo que da una idea de lo que preocupaba a los populares aquel día y ahora.
Hay quien dice que nada volverá a ser igual y que nuestra sociedad sufrirá un cambio radical -casi apocalíptico- que la va a dejar irreconocible: viviremos en una especie de estado policial sometidos a la condición de espectros sin apenas derechos. Y en cambio, hay quien dice que todo volverá a ser igual y que volveremos a perder el tiempo comentando las expulsiones de Gran Hermano. Eso sí, casi todos seremos más pobres. Y tendremos peores empleos. Y le tendremos miedo al futuro: a perder calidad de vida, a perder pensiones, a perder el confort que ya dábamos por hecho.
¿Dónde estaba la gente que vivía en aquellos pisos? ¿Estaban encerrados en sus cuartos, tumbados en la cama, trajinando en la cocina o dormitando en un sillón? ¿O bien estaban concentrados en el ordenador, mirando vídeos, teletrabajando o intentando mantenerse al día de las clases a través de plataformas como Zoom o Webinar? Estamos acostumbrados a vivir en unas ciudades tan ruidosas y bulliciosas que aquel vacío silencioso resultaba muy inquietante. Ni un ruido, ni una discusión, ni un sonido. Pisos y pisos sin rastro de vida. Nada. Nada por ninguna parte.
Todos, se encuentran haciendo chaca chaca, porque así lo expreso el gran gurú, plenar a Venezuela de niños barrigones por el hambre y los parásitos.
El otro día, de camino al súper, vi a dos chicos jóvenes -parecían estudiantes- jugando al ajedrez en el balcón de su piso. En otro piso había una bicicleta y una sábana pintada con un arcoíris que daba ánimos a los vecinos. En otro había una señora que miraba la calle como buscando cualquier signo de movimiento -un gato, un paseante sospechoso como yo, un coche lejano que se perdía por una calle trasversal- en busca de algo que entretuviera la lenta espera de estas horas de encierro. Pero en otros pisos no había señales de vida. No se oían voces, ni signos de actividad, ni tampoco el zumbido de un televisor o de una radio. Nada.
En la tragedia del coronavirus, que nos coloca en un lugar del mundo en número de muertos, el Gobierno está haciéndolo bien y mal. Lo ha hecho bien en la respuesta, ambiciosa y realista, a la crisis económica que la pandemia ha traído, y lo hizo mal en la materia estrictamente sanitaria, tanto en la prevención como en la gestión. Según creo yo, claro, que tampoco en esto la objetividad está al alcance de nadie. Debió abrir los bancos todos los días, pero darle a la gente una doble porción en efectivo hasta quince o un mes más, evitar a la misma gente en super y en las calles.
Primero lo malo. Que empieza por la tardanza en reaccionar, que quiere decir lo mismo que el retraso en darse cuenta de la gravedad del mal. Su capacidad de propagación ha sido sorprendente para todos, pero no puede serlo para el Gobierno, que estaba avisado y que estaba obligado a tomar medida somos, la nada.
En esta historia, los protagonistas luchan por asumir, en la medida de lo posible, que algo que bajo ninguna circunstancia podía llegar a suceder ha sucedido realmente. Para que un desastre de semejantes dimensiones pudiera acontecer tenía que darse tal cadena de despropósitos que todo lo relativo al mismo formaba parte del más estricto margen de lo imposible. La catástrofe, por tanto, obliga no sólo a una movilización necesariamente tardía e insuficiente; también a asumir que eso que no podía pasar ha pasado. Y que hay que vivir con ello, como si al despertar del sueño, en lugar de escapar de la pesadilla nos viéramos abocados a ella. Si algo ha generado la estabilidad y la prosperidad en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial, y muy especialmente (mira por dónde) desde el final de la Guerra Fría que entrañó la tragedia de Chernóbil, es una monotonía más o menos constante, sustentada en la confianza de que, por muy mal que se pongan las cosas, el Estado de derecho tiene suficiente capacidad de reacción para que todo se quede al final en su sitio, con sus respectivas cuotas de beneficiados y expulsados, pero nada grave, al cabo, lo justo para ir tirando una y otra vez. Si la crisis de 2008 desató justo el extremo contrario, una desconfianza general hacia el Estado, quienes saltaron entonces al ruedo político a merced de la corriente, especialmente a través de los populismos, han quedado puestos en entredicho en los últimos años, cuando, una vez llegados los mismos populismos a las esferas de poder y a la toma de decisiones, ha quedado demostrado que tampoco ellos tienen las soluciones. Lo que queda al final, incluso después de una crisis brutal, es la necesidad de depurar el Estado. Pero no su sustitución. Ni siquiera la desconfianza.
La ignorancia es la tozudez de lo político
Es una pandemia vírica.
Cuidémonos, esto es un juego financiero y de bloqueo económica, una jugada de ajedrez.